martes, 16 de junio de 2015

Recuerdos, anécdotas y vivencias en medio de la lucidez y el olvido


Rodeado de recursos hídricos y minerales, en medio de hermosos atardeceres creció Virgilio Antonio Córdoba Rentería. Un hombre alegre, jocoso y carismático que nació el tres de mayo de 1937 en Guarandó, corregimiento ubicado en el municipio de Quibdó. Un precioso lugar del pacífico colombiano en el que escribió las primeras líneas de su vida. Mide 1.97 metros. Su tez es oscura y muy fina. Tiene una sonrisa casi completa y una mirada brillante.

Comenzó a trabajar desde los seis años macheteando plataneras. Fue así como empezó a ganar dinero y sintió deseos de seguir laborando, todo porque le pagaban. “Era más amigo de la plata que de la gente”. Con el paso del tiempo se convirtió en un prestamista y muchas personas lo buscaban para salir de sus apuros económicos.

Su paso por el Ejército

Cuando cumplió la mayoría de edad se fue a prestar servicio militar a Florencia, Caquetá. Su estadía allí duró  tres meses. Posteriormente fue trasladado a Ibagué. Estuvo en el Ejército durante 18 meses, una experiencia enriquecedora que recuerda entre risas “uno allá comiendo gratis, además le llevaban a lavar la ropa a uno. Me ganaba $18.000, eso en ese tiempo era un poco de plata, con ella compraba las medias, los betunes, la pomada de brazos, cepillos, cremas”.

Un día cualquiera se enteró que uno de sus compañeros, al que denominó el pastuso porque no recordó su nombre, le había robado un poco de pomada, lo cual lo indignó profundamente. Así que en cuanto pudo decidió hacer justicia por sus propias manos. El pastuso recibió una visita que le llevó un pollo asado envuelto en hojas de plátano y que guardó en una caja custodiada por un candado. Virgilio no pudo abrirlo, así que decidió coger una navaja y romperla, extrajo de ella el pollo y lo compartió con algunos de sus compañeros, no sin antes advertirles que el que hablara tenía que pagarlo.

“Nos comimos todo eso, dejamos ese hueserío ahí, lo empacamos y lo pusimos en la caja otra vez, en el Ejército eso era una diablura ombe”, comenta entre risas. Recuerda el momento con picardía y dice unas cuantas groserías, la que más repite es "hijueputa". Le salen con una naturalidad absoluta y las mezcla con unas cuantas carcajadas que no puede evitar. Fue una época muy bonita que trae a colación con una mezcla de alegría y nostalgia. 

Después de salir del Ejército, regresó a su casa y se quedó dos meses en ella. Luego se fue a Puerto Berrío. De ahí se dirigió a Puerto Boyacá donde se enamoró de Claudia Mosquera, una mujer que el destino le alejó, pero que volvió a ver tiempo después. Para ese entonces su cariño estaba intacto, así que decidió dar rienda suelta a su relación con ella. Tuvieron tres hijos: Jonis, Luzneye y Zabelly. Nunca se casaron, en realidad prefiere no hablar del tema, simplemente lo evade y deja ver entre líneas que fue su mujer oficial, pero no la única en su vida.

Luego su destino fue Barrancabermeja. En este último lugar trabajó un año para Ecopetrol, realizando labores de mantenimiento, pero también estuvo de ascensorista. “Allá me tocó pegarle a un bobo, porque me decía: “este hijueputa negro dizque ascensorista y habiendo gente blanca pa’ que le den ese trabajo”. Y un día me cogieron con los apellidos en la cabeza y lo cogí y lo prendí ahí, se le vino la sangre”, concluye.

Cuando no tenía que trabajar los fines de semana se compraba dos garrafas de aguardiente y se las tomaba en la casa, tranquilo, relajado y feliz. Le gustaba mucho el trago, lo reconoce sin pudor alguno, pero su contrato temporal en Ecopetrol finalizó y decidió buscar nuevas oportunidades esta vez en Medellín, la ciudad que lo acogió hace tantos años que ni recuerda.

Comenzó vendiendo cerveza y gaseosa. Después le gustó vender fue guarapo, aunque no tenía ni idea de su preparación en un principio, pero aprendió y desde ese momento esa dulce bebida de caña fue la encargada de darle el sustento.

La elaboraba en trapiches, el último que tuvo fue de color rojo y presentaba fallas constantes, al punto de que lo dejaba por instantes cruzado de brazos, aunque con la sonrisa intacta que lo ha caracterizado siempre. Aquella bebida la preparaba de la siguiente manera: cogía la caña, la abría y le ponía a lo largo rodajas de limón. Luego la cerraba y la pasaba con cuidado por el trapiche eléctrico. Imposible dejar por fuera el amor con el que lo hacía. Utilizaba siempre tres coladores que filtraban restos de caña. Una coca transparente llena de hielos, en la que caía el líquido, para posteriormente servirlo en vasos desechables con ayuda de un gran cucharon gris.

A medida que iban llegando los clientes la iba preparando, no le gustaba vender guarapo viejo, eso sí que lo tenía claro. Su sabor era inconfundible, puro, natural, y delicioso, no le adicionaba agua como muchos de sus colegas lo hacían. Sabía que debía vender algo bueno y por lo menos le queda la satisfacción de que así fue.

El tiempo ha pasado con prisa y algunas historias permanecen intactas en su memoria que hoy parece un tanto selectiva. A sus 78 años sabe que tiene 14 nietos, pero no recuerda los nombres de estos. Al llamarlos simplemente les dice: negro-negra.

Ellos son: Emanuel, Valery, Gina, Leidy, Larry, Darly, Estefany, Mariana, Juan Andrés, Luisa kevin, Daniela, Shirley, Luisfer, pero ahí no termina el legado familiar, pues tiene tres bisnietos: Angelo, Dilan y Matías. 

Vive en el barrio La Iguaná con Luzney, Daniela, Shirley, Angelo y Luisfer. Claudia, su mujer no vive con él, sin embargo todos los días lo visita y le hace de comer. “En la casa cada quien es por su lado. Él se aburre mucho encerrado. Hay pocos momentos de felicidad, se acabó el amor, la unión”, comenta Daniela Córdoba Mosquera, su nieta.

La puerta de su apartamento está marcada con el número 203. Al abrirla lo primero que se ve es un espejo y al lado un comedor redondo con tres sillas de plástico blancas. Un televisor de 21 pulgadas que reposa sobre una antigua máquina de coser, unos muebles verdes, una ventana con cortinas azules y un piso sin baldosar. A la izquierda la cocina, al fondo se divisa el baño y tres piezas sin puerta, cubiertas con cortinas azules. 

Virgilio es muy querido por la gente, tal vez su personalidad arrolladora sea la responsable de ello. “Es muy formal, buena gente, servicial, buen compañero, excelente mi relación con él”, expresa Elvia Rosa Ruiz, amiga.  

Pasa la mayor parte de su tiempo encerrado, normalmente acostado en su cama con la mirada hacia el techo o sumido en sueños profundos. No puede salir solo a caminar como hasta hace unos meses lo hacía, pues hoy ve con nostalgia, tristeza e impotencia las secuelas que un accidente de tránsito ocurrido el 12 de septiembre de 2014 le dejó. No tiene muy claro lo ocurrido ese día, solo sabe que se dirigía a trabajar a su local 1037 en la Unidad Deportiva Atanasio Girardot y que nunca llegó.

Daniela recrea la historia que Virgilio no recuerda. Un motociclista lo envistió mientras intentaba cruzar una calle a unas cuantas cuadras de su lugar de trabajo. Recibió un fuerte golpe que lo dejó tendido en el asfalto con el conocimiento perdido. Minutos después una ambulancia lo trasladó al Hospital Pablo Tobón Uribe donde posteriormente reaccionó.

La atención no fue la mejor. Lo operaron de la pierna derecha y lo mandaron para la casa a punta de medicamentos, pero se veía mal, con dolores fuertes que las pastillas no le calmaban, con la memoria desvanecida al punto de no distinguir a sus familiares y reducido a una cama. Luego lo trasladaron a otro hospital, Daniela no tiene claro el nombre, pero manifiesta que la atención no pasó a mayores y nuevamente regresó a su hogar.

Los días fueron pasando y Virgilio empeoraba al punto de tener paralizado todo un lado de su cuerpo. Fue llevado a la Clínica León XIII donde le hicieron por primera vez un examen en la cabeza que arrojó como resultado dos hematomas. Fue operado de inmediato y dejado en observación tres días. Después del procedimiento se vio más lúcido, sin embargo, esto al parecer afectó parte de su cerebro y comprometió un poco su memoria. 

Desde ese momento sus días han transcurrido en una cama. En medio del silencio de su habitación y ante la compañía esporádica de algunos amigos y familiares que han decidido ir a verlo. Inmóvil debido a una platina en su pierna y con unos deseos infinitos de cruzar la puerta que lo separa del mundo exterior para trabajar y compartir con sus amigos que durante años lo han acompañado. Y es que no ha sido fácil para él la situación, pues toda la vida ha laborado y ahora a duras penas se puede levantar de la cama.

Sus pasos son cortos y debe darlos apoyándose en  las paredes. En su hogar lo han ayudado y le han colaborado, sin embargo en el aire se siente el olvido y en sus ojos a veces nublados de tristeza se confirma. La soledad danza en medio de una familia numerosa que olvidó la palabra unión y en su lugar activó la indiferencia.  

Virgilio evoca tranquilidad y respeto. No conoce la palabra resentimiento y jamás le niega un favor a alguien. Siempre tiene algo que decir, por lo que una conversación con él es sumergirse por senderos atiborrados de aprendizajes y experiencias.

“Él es muy buena gente, le gusta mucho hablar, pero desde el accidente está todo amargadito. Es una persona que alega mucho, se estresa demasiado”, puntualiza Daniela Córdoba Mosquera. Tal vez esto es producto del encierro. Para Virgilio su vida era el trabajo, ahora permanece en casa a la espera de que alguien le regale un caminador, para así poder dar pasos que lo lleven más allá de las cuatro paredes en las que ha estado aislado.

“Virgilio es de un ánimo y un entusiasmo excelente. Ante las adversidades es positivo, tiene una gran tenacidad. Siempre busca la forma de superarse”, manifiesta Franceley Marín Giraldo, amiga.

Los ojos de Virgilio brillan mientras recuerda tantos momentos. Su sonrisa es permanente en medio de las historias que narra sentado en su cama cubierta con una sábana de flores. Al lado de esta hay un nochero de madera un poco desgastado por el tiempo y el uso. Un chifonier café oscuro con productos alimenticios en la parte superior y un televisor que no es más que un adorno. Un mueble beige para que sus visitas se sienten y una ventana abierta que deja fluir el aire fresco proveniente de una palmera y unos árboles de mango.  

A pesar de la situación por la que atraviesa sabe que nada le puede quitar la paz, y sueña con caminar ligeramente por los senderos que siempre recorrió, porque quiere volver a llevar su vida de antes, cargar bultos de caña para elaborar la bebida que ha estado tan adherida a su vida y sentarse a compartir con sus clientes tantas historias y tantos momentos envuelto en su sonrisa, esa que le alegra el alma a cualquiera.