Recuerdos, anécdotas y vivencias en medio de la lucidez y el olvido
Rodeado de recursos hídricos y minerales, en medio de hermosos atardeceres creció Virgilio Antonio Córdoba Rentería. Un hombre alegre, jocoso y carismático que nació el tres de mayo de 1937 en Guarandó, corregimiento ubicado en el municipio de Quibdó. Un precioso lugar del pacífico colombiano en el que escribió las primeras líneas de su vida. Mide 1.97 metros. Su tez es oscura y muy fina. Tiene una sonrisa casi completa y una mirada brillante.
Comenzó
a trabajar desde los seis años macheteando plataneras. Fue así como empezó a
ganar dinero y sintió deseos de seguir laborando, todo porque le pagaban. “Era
más amigo de la plata que de la gente”. Con el paso del tiempo se convirtió en
un prestamista y muchas personas lo buscaban para salir de sus apuros
económicos.
Su paso por el Ejército
Cuando
cumplió la mayoría de edad se fue a prestar servicio militar a Florencia,
Caquetá. Su estadía allí duró tres meses.
Posteriormente fue trasladado a Ibagué. Estuvo en el Ejército durante 18 meses,
una experiencia enriquecedora que recuerda entre risas “uno allá comiendo
gratis, además le llevaban a lavar la ropa a uno. Me ganaba $18.000, eso en ese
tiempo era un poco de plata, con ella compraba las medias, los betunes, la
pomada de brazos, cepillos, cremas”.
Un
día cualquiera se enteró que uno de sus compañeros, al que denominó el pastuso
porque no recordó su nombre, le había robado un poco de pomada, lo cual lo
indignó profundamente. Así que en cuanto pudo decidió hacer justicia por sus
propias manos. El pastuso recibió una visita que le llevó un pollo asado
envuelto en hojas de plátano y que guardó en una caja custodiada por un candado.
Virgilio no pudo abrirlo, así que decidió coger una navaja y romperla, extrajo
de ella el pollo y lo compartió con algunos de sus compañeros, no sin antes
advertirles que el que hablara tenía que pagarlo.
“Nos
comimos todo eso, dejamos ese hueserío ahí, lo empacamos y lo pusimos en la caja otra vez, en el Ejército eso era
una diablura ombe”, comenta entre risas. Recuerda el momento con picardía y
dice unas cuantas groserías, la que más repite es "hijueputa". Le salen con una
naturalidad absoluta y las mezcla con unas cuantas carcajadas que no puede
evitar. Fue una época muy bonita que trae a colación con una mezcla de alegría
y nostalgia.
Después
de salir del Ejército, regresó a su casa y se quedó dos meses en ella. Luego se
fue a Puerto Berrío. De ahí se dirigió a Puerto Boyacá donde se enamoró de
Claudia Mosquera, una mujer que el destino le alejó, pero que volvió a ver
tiempo después. Para ese entonces su cariño estaba intacto, así que decidió dar
rienda suelta a su relación con ella. Tuvieron tres hijos: Jonis, Luzneye y
Zabelly. Nunca se casaron, en realidad prefiere no hablar del tema, simplemente
lo evade y deja ver entre líneas que fue su mujer oficial, pero no la única en
su vida.
Luego
su destino fue Barrancabermeja. En este último lugar trabajó un año para
Ecopetrol, realizando labores de mantenimiento, pero también estuvo de
ascensorista. “Allá me tocó pegarle a un bobo, porque me decía: “este hijueputa
negro dizque ascensorista y habiendo gente blanca pa’ que le den ese trabajo”.
Y un día me cogieron con los apellidos en la cabeza y lo cogí y lo prendí ahí,
se le vino la sangre”, concluye.
Cuando
no tenía que trabajar los fines de semana se compraba dos garrafas de
aguardiente y se las tomaba en la casa, tranquilo, relajado y feliz. Le gustaba
mucho el trago, lo reconoce sin pudor alguno, pero su contrato temporal en
Ecopetrol finalizó y decidió buscar nuevas oportunidades esta vez en Medellín,
la ciudad que lo acogió hace tantos años que ni recuerda.
Comenzó
vendiendo cerveza y gaseosa. Después le gustó vender fue guarapo, aunque no
tenía ni idea de su preparación en un principio, pero aprendió y desde ese
momento esa dulce bebida de caña fue la encargada de darle el sustento.
La
elaboraba en trapiches, el último que tuvo fue de color rojo y presentaba fallas constantes, al punto de que
lo dejaba por instantes cruzado de brazos, aunque con la sonrisa intacta que lo
ha caracterizado siempre. Aquella bebida la preparaba de la siguiente
manera: cogía la caña, la abría y le ponía a lo largo rodajas de limón. Luego
la cerraba y la pasaba con cuidado por el trapiche eléctrico. Imposible dejar
por fuera el amor con el que lo hacía. Utilizaba siempre tres coladores que
filtraban restos de caña. Una coca transparente llena de hielos, en la que caía el líquido, para posteriormente servirlo en vasos
desechables con ayuda de un gran cucharon gris.
A
medida que iban llegando los clientes la iba preparando, no le gustaba vender
guarapo viejo, eso sí que lo tenía claro. Su sabor era inconfundible, puro,
natural, y delicioso, no le adicionaba agua como muchos de sus colegas lo
hacían. Sabía que debía vender algo bueno y por lo menos le queda la
satisfacción de que así fue.
El
tiempo ha pasado con prisa y algunas historias permanecen intactas en su
memoria que hoy parece un tanto selectiva. A sus 78 años sabe que tiene 14
nietos, pero no recuerda los nombres de estos. Al llamarlos simplemente les
dice: negro-negra.
Ellos son: Emanuel, Valery,
Gina, Leidy, Larry, Darly, Estefany, Mariana, Juan Andrés, Luisa kevin, Daniela,
Shirley, Luisfer, pero ahí no termina el legado familiar, pues tiene tres
bisnietos: Angelo, Dilan y Matías.
Vive
en el barrio La Iguaná con Luzney, Daniela, Shirley, Angelo y Luisfer. Claudia,
su mujer no vive con él, sin embargo todos los días lo visita y le hace de
comer. “En la casa cada quien es por su lado. Él se aburre mucho encerrado. Hay
pocos momentos de felicidad, se acabó el amor, la unión”, comenta Daniela
Córdoba Mosquera, su nieta.
La
puerta de su apartamento está marcada con el número 203. Al abrirla lo primero
que se ve es un espejo y al lado un comedor redondo con tres sillas de plástico
blancas. Un televisor de 21 pulgadas que reposa sobre una antigua máquina de
coser, unos muebles verdes, una ventana con cortinas azules y un piso sin
baldosar. A la izquierda la cocina, al fondo se divisa el baño y tres piezas
sin puerta, cubiertas con cortinas azules.
Virgilio
es muy querido por la gente, tal vez su personalidad arrolladora sea la
responsable de ello. “Es muy formal, buena gente, servicial, buen compañero,
excelente mi relación con él”, expresa Elvia Rosa Ruiz, amiga.
Pasa
la mayor parte de su tiempo encerrado, normalmente acostado en su cama con la
mirada hacia el techo o sumido en sueños profundos. No puede salir solo a
caminar como hasta hace unos meses lo hacía, pues hoy ve con nostalgia,
tristeza e impotencia las secuelas que un accidente de tránsito ocurrido el 12
de septiembre de 2014 le dejó. No tiene muy claro lo ocurrido ese día, solo
sabe que se dirigía a trabajar a su local 1037 en la Unidad Deportiva Atanasio
Girardot y que nunca llegó.
Daniela
recrea la historia que Virgilio no recuerda. Un motociclista lo envistió
mientras intentaba cruzar una calle a unas cuantas cuadras de su lugar de
trabajo. Recibió un fuerte golpe que lo
dejó tendido en el asfalto con el conocimiento perdido. Minutos después una
ambulancia lo trasladó al Hospital Pablo Tobón Uribe donde posteriormente reaccionó.
La
atención no fue la mejor. Lo operaron de la pierna derecha y lo mandaron para
la casa a punta de medicamentos, pero se veía mal, con dolores fuertes que las
pastillas no le calmaban, con la memoria desvanecida al punto de no distinguir
a sus familiares y reducido a una cama. Luego lo trasladaron a otro hospital,
Daniela no tiene claro el nombre, pero manifiesta que la atención no pasó a
mayores y nuevamente regresó a su hogar.
Los
días fueron pasando y Virgilio empeoraba al punto de tener paralizado todo un
lado de su cuerpo. Fue llevado a la Clínica León XIII donde le hicieron por
primera vez un examen en la cabeza que arrojó como resultado dos hematomas. Fue
operado de inmediato y dejado en observación tres días. Después del
procedimiento se vio más lúcido, sin embargo, esto al parecer afectó parte de
su cerebro y comprometió un poco su memoria.
Desde
ese momento sus días han transcurrido en una cama. En medio del silencio de su
habitación y ante la compañía esporádica de algunos amigos y familiares que han
decidido ir a verlo. Inmóvil debido a una platina en su pierna y con unos
deseos infinitos de cruzar la puerta que lo separa del mundo exterior para
trabajar y compartir con sus amigos que durante años lo han acompañado. Y es
que no ha sido fácil para él la situación, pues toda la vida ha laborado y
ahora a duras penas se puede levantar de la cama.
Sus
pasos son cortos y debe darlos apoyándose en las paredes. En su hogar lo han ayudado y le han
colaborado, sin embargo en el aire se siente el olvido y en sus ojos a veces
nublados de tristeza se confirma. La soledad danza en medio de una familia
numerosa que olvidó la palabra unión y en su lugar activó la indiferencia.
Virgilio
evoca tranquilidad y respeto. No conoce la palabra resentimiento y jamás le
niega un favor a alguien. Siempre tiene algo que decir, por lo que una
conversación con él es sumergirse por senderos atiborrados de aprendizajes y
experiencias.
“Él es muy buena gente, le
gusta mucho hablar, pero desde el accidente está todo amargadito. Es
una persona que alega mucho, se estresa demasiado”, puntualiza Daniela Córdoba
Mosquera. Tal vez esto es producto del encierro. Para Virgilio su vida era el
trabajo, ahora permanece en casa a la espera de que alguien le regale un caminador, para así poder dar pasos que lo lleven más allá de las
cuatro paredes en las que ha estado aislado.
“Virgilio
es de un ánimo y un entusiasmo excelente. Ante las adversidades es positivo,
tiene una gran tenacidad. Siempre busca la forma de superarse”, manifiesta Franceley Marín
Giraldo, amiga.
Los ojos de Virgilio brillan mientras recuerda tantos momentos. Su sonrisa es permanente en medio de las historias que narra sentado en su cama cubierta con una sábana de flores. Al lado de esta hay un nochero de madera un poco desgastado por el tiempo y el uso. Un chifonier café oscuro con productos alimenticios en la parte superior y un televisor que no es más que un adorno. Un mueble beige para que sus visitas se sienten y una ventana abierta que deja fluir el aire fresco proveniente de una palmera y unos árboles de mango.
Los ojos de Virgilio brillan mientras recuerda tantos momentos. Su sonrisa es permanente en medio de las historias que narra sentado en su cama cubierta con una sábana de flores. Al lado de esta hay un nochero de madera un poco desgastado por el tiempo y el uso. Un chifonier café oscuro con productos alimenticios en la parte superior y un televisor que no es más que un adorno. Un mueble beige para que sus visitas se sienten y una ventana abierta que deja fluir el aire fresco proveniente de una palmera y unos árboles de mango.
A pesar
de la situación por la que atraviesa sabe que nada le puede quitar la paz, y
sueña con caminar ligeramente por los senderos que siempre recorrió, porque
quiere volver a llevar su vida de antes, cargar bultos de caña para elaborar la
bebida que ha estado tan adherida a su vida y sentarse a compartir con sus
clientes tantas historias y tantos momentos envuelto en su sonrisa, esa que le
alegra el alma a cualquiera.